¡Misterio de la Fe! Cuando el sacerdote pronuncia o canta estas palabras, los presentes aclaman: « Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús! ».
Con éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, revela también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia. Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el Triduum paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y « concentrado » para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa « contemporaneidad » entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos.
Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud. El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tienen una « capacidad » verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagración. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: « Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros ». El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio.
Con la presente Carta encíclica, deseo suscitar este « asombro » eucarístico, en continuidad con la herencia jubilar que he querido dejar a la Iglesia con la Carta apostólica Novo millennio ineunte y con su coronamiento mariano Rosarium Virginis Mariae. Contemplar el rostro de Cristo, y contemplarlo con María, es el « programa » que he indicado a la Iglesia en el alba del tercer milenio, invitándola a remar mar adentro en las aguas de la historia con el entusiasmo de la nueva evangelización. Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre. La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, « misterio de luz ».(3)Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: « Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron ».
Con éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, revela también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia. Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el Triduum paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y « concentrado » para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa « contemporaneidad » entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos.
Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud. El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tienen una « capacidad » verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagración. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: « Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros ». El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio.
Con la presente Carta encíclica, deseo suscitar este « asombro » eucarístico, en continuidad con la herencia jubilar que he querido dejar a la Iglesia con la Carta apostólica Novo millennio ineunte y con su coronamiento mariano Rosarium Virginis Mariae. Contemplar el rostro de Cristo, y contemplarlo con María, es el « programa » que he indicado a la Iglesia en el alba del tercer milenio, invitándola a remar mar adentro en las aguas de la historia con el entusiasmo de la nueva evangelización. Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre. La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, « misterio de luz ».(3)Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: « Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron ».
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