jueves, 5 de abril de 2012

Reflexión...


El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo -no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes- debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en él con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo.¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha «merecido tener tan grande Redentor», si «Dios ha dado a su Hijo», a fin de que él, el hombre,«no muera sino que tenga la vida eterna»!

Reflexión...

En el misterio de la Redención el hombre es «confirmado» y en cierto modo es nuevamente creado.¡El es creado de nuevo!«Ya no es judío ni griego: ya no es esclavo ni libre; no es ni hombre ni mujer, porque todos vosotros sois UNO en Cristo Jesús».


REFLEXIÓN


Con esta revelación del Padre y con la efusión del Espíritu Santo, que marcan un sello imborrable en el misterio de la Redención, se explica el sentido de la cruz y de la muerte de Cristo. El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo, fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación. El suyo es amor que no retrocede ante nada de lo que en él mismo exige la justicia. Y por esto al Hijo «a quien no conoció el pecado le hizo pecado por nosotros para que en él fuéramos justicia de Dios». Si «trató como pecado» a Aquel que estaba absolutamente sin pecado alguno, lo hizo para revelar el amor que es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es él mismo, porque «Dios es amor». Y sobre todo el amor es más grande que el pecado, que la debilidad, que la «vanidad de la creación», más fuerte que la muerte; es amor siempre dispuesto a aliviar y a perdonar, siempre dispuesto a ir al encuentro con el hijo pródigo, siempre a la búsqueda de la «manifestación de los hijos de Dios», que están llamados a la gloria. Esta revelación del amor es definida también misericordia, y tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo.

Reflexión


El inmenso progreso, jamás conocido, que se ha verificado particularmente durante este nuestro siglo, en el campo de dominación del mundo por parte del hombre,¿no revela quizá el mismo, y por lo demás en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión «a la vanidad»? Baste recordar aquí algunos fenómenos como la amenaza de contaminación del ambiente natural en los lugares de rápida industrialización, o también los conflictos armados que explotan y se repiten continuamente, o las perspectivas de autodestrucción a través del uso de las armas atómicas: al hidrógeno, al neutrón y similares, la falta de respeto a la vida de los no-nacidos. El mundo de la nueva época, el mundo de los vuelos cósmicos, el mundo de las conquistas científicas y técnicas, jamás logradas anteriormente,¿no es al mismo tiempo que «gime y sufre» y «está esperando la manifestación de los hijos de Dios»?

El bien tiene su fuente en la Sabiduría y en el Amor.

lunes, 2 de abril de 2012

¿DE QUÉ MODO HAY QUE PROSEGUIR?


Juan Pablo II se hacía esta pregunta al inicio de su pontificado en la "Redemptor Hominis" y su respuesta fué contundente:

Acepta la llamada según el mandato de Cristo dirigido más de una vez a Pedro: «Apacienta mis corderos», que quiere decir: Sé pastor de mi rebaño; y después: «... una vez convertido, confirma a tus hermanos».

Es precisamente aquí, carísimos Hermanos, Hijos e Hijas, donde se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna».

A través de la conciencia de la Iglesia, tan desarrollada por el Concilio, a todos los niveles de esta conciencia y a través también de todos los campos de la actividad en que la Iglesia se expresa, se encuentra y se confirma, debemos tender constantemente a Aquel «que es la cabeza», a Aquel «de quien todo procede y para quien somos nosotros», a Aquel que es al mismo tiempo «el camino, la verdad» y «la resurrección y la vida», a Aquel que viéndolo nos muestra al Padre, a Aquel que debía irse de nosotros —se refiere a la muerte en Cruz y después a la Ascensión al cielo— para que el Abogado viniese a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de verdad. En Él están escondidos «todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia», y la Iglesia es su Cuerpo.33 La Iglesia es en Cristo como un «sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» y de esto es Él la fuente. ¡Él mismo! ¡Él, el Redentor!

lunes, 30 de enero de 2012

AL PRINCIPIO

Comunión interpersonal e imagen de Dios
(14-XI-79/18-XI-79)


Siguiendo la narración del libro del Génesis, hemos constatado que la creación «definitiva» del hombre consiste en la creación de la unidad de dos seres. Su unidad denota sobre todo la identidad de la naturaleza humana; en cambio, la dualidad manifiesta lo que, a base de tal identidad, constituye la masculinidad y la feminidad del hombre creado. Esta dimensión ontológica de la unidad y de la dualidad tiene, al mismo tiempo, un significado axiológico. Del texto del Génesis 2, 23 y de todo el contexto se deduce claramente que el hombre ha sido creado como un don especial ante Dios («Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho»: Gén 1, 31), pero también como un valor especial para el mismo hombre: primero, porque es «hombre»; segundo, porque la «mujer» es para el hombre, y viceversa, el hombre es para la mujer. Mientras el capítulo primero del Génesis expresa este valor de forma puramente teológica (e indirectamente metafísica), el capítulo segundo, en cambio, revela, por decirlo así, el primer círculo de la experiencia vivida por el hombre como valor. Esta experiencia está ya inscrita en el significado de la soledad originaria, y luego en todo el relato de la creación del hombre como varón y mujer. El conciso texto del Gén 2, 23, que contiene las palabras del primer hombre a la vista de la mujer creada, «tomada de él», puede ser considerado el prototipo bíblico del Cantar de los Cantares. Y si es posible leer impresiones y emociones a través de palabras tan remotas, podríamos aventurarnos también a decir que la profundidad y la fuerza de esta primera y «originaria» emoción del hombre-varón ante la humanidad de la mujer, y al mismo tiempo ante la feminidad del otro ser humano, parece algo único e irrepetible.

De este modo, el significado de la unidad originaria del hombre, a través de la masculinidad y feminidad, se expresa como superación del límite de la soledad, y al mismo tiempo como afirmación -respecto a los dos seres humanos- de todo lo que en la soledad es constitutivo del «hombre». En el relato bíblico, la soledad es camino que lleva a esa unidad, que siguiendo al Vaticano II, podemos definir Communio personarum. Como ya hemos constatado anteriormente, el hombre en su soledad originaria, adquiere una conciencia personal en el proceso de «distinción» de todos los seres vivientes (animalia) y al mismo tiempo, en esta soledad se abre hacia un ser afín a él y que el Génesis (2, 18 y 20) define como «ayuda semejante a él». Esta apertura decide del hombre-persona no menos, al contrario, acaso más aún, que la misma «distinción». La soledad del hombre, en el relato yahvista, se nos presenta no sólo como el primer descubrimiento de la trascendencia característica propia de la persona, sino también como descubrimiento de una relación adecuada «a la» persona; y por lo tanto como apertura y espera de una «comunión de personas».

Aquí se podría emplear incluso el término «comunidad», si no fuese genérico y no tuviese tantos significados. «Comunión» dice más y con mayor precisión, porque indica precisamente esa «ayuda» que, en cierto sentido, se deriva del hecho mismo de existir como persona «junto» a una persona. En el relato bíblico este hecho se convierte eo ipso -de por sí- en la existencia de la persona «para» la persona, dado que el hombre en su soledad originaria, en cierto modo, estaba ya en esta relación. Esto se confirma, en sentido negativo, precisamente por su soledad. Además, la comunión de las personas podía formarse sólo a base de una «doble soledad» del hombre y de la mujer, o sea, como encuentro en su «distinción» del mundo de los seres vivientes (animalia), que daba a ambos la posibilidad de ser y existir en una reciprocidad particular. El concepto de «ayuda» expresa también esta reciprocidad en la existencia, que ningún otro ser viviente habría podido asegurar. Para esta reciprocidad era indispensable todo lo que de constitutivo fundaba la soledad de cada uno de ellos, y por tanto también la autoconciencia y la autodeterminación, o sea, la subjetividad y el conocimiento del significado propio del cuerpo.

El relato de la creación del hombre, en el capítulo primero, afirma desde el principio y directamente que el hombre ha sido creado a imagen de Dios en cuanto varón y mujer. El relato del capítulo segundo, en cambio, no habla de la «imagen de Dios»; pero revela, a su manera característica, que la creación completa y definitiva del «hombre» (sometido primeramente a la experiencia de la soledad originaria) se expresa en el dar vida a esa «communio personarum» que forman el hombre y la mujer. De este modo, el relato yahvista concuerda con el contenido del primer relato. Si, por el contrario, queremos sacar también del relato del texto yahvista el concepto de «imagen de Dios», entonces podemos deducir que el hombre se ha convertido en «imagen y semejanza» de Dios no sólo a través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión de las personas, que el hombre y la mujer forman desde el comienzo. La función de la imagen es la de reflejar a quien es el modelo, reproducir el prototipo propio. El hombre se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión. Efectivamente, él es «desde el principio» no sólo imagen en la que se refleja la soledad de una Persona que rige al mundo, sino también y esencialmente, imagen de una inescrutable comunión divina de Personas.

De este modo el segundo relato podría también preparar a comprender el concepto trinitario de la «imagen de Dios», aun cuando ésta aparece sólo en el primer relato. Obviamente esto no carece de significado incluso para la teología del cuerpo, más aún, quizá constituye incluso el aspecto teológico más profundo de todo lo que se puede decir acerca del hombre. En el misterio de la creación -en base a la originaria y constitutiva «soledad» de su ser- el hombre ha sido dotado de una profunda unidad entre lo que él es masculino humanamente y mediante el cuerpo, y lo que de la misma manera es en él femenino humanamente y mediante el cuerpo. Sobre todo esto, desde el comienzo, descendió la bendición de la fecundidad, unida con la procreación humana (cf. Gén 1, 28).

De este modo, nos encontramos casi en el meollo mismo de la realidad antropológica que se llama «cuerpo». Las palabras del Génesis 2, 23 hablan de él directamente y por vez primera en los términos siguientes: «carne de mi carne y hueso de mis huesos». El hombre-varón pronuncia estas palabras, como si sólo a la vista de la mujer pudiese identificar y llamar por su nombre a lo que en el mundo visible los hace semejantes el uno al otro, y a la vez aquello en que se manifiesta la humanidad. A la luz del análisis precedente de todos los «cuerpos», con los que se ha puesto en contacto el hombre y a los que ha definido conceptualmente poniéndoles nombre («animalia»), la expresión «carne de mi carne» adquiere precisamente este significado: el cuerpo revela al hombre. Esta fórmula concisa contiene ya todo lo que sobre la estructura del cuerpo como organismo, sobre su vitalidad, sobre su particular fisiología sexual, etc., podrá decir acaso la ciencia humana. En esta expresión primera del hombre-varón «carne de mi carne» se encierra también una referencia a aquello por lo que el cuerpo es auténticamente humano, y por lo tanto a lo que determina al hombre como persona, es decir, como ser que incluso en toda su corporeidad es «semejante» a Dios (2).

Nos encontramos, pues, casi en el meollo mismo de la realidad antropológica, cuyo nombre es «cuerpo», cuerpo humano. Sin embargo, como es fácil observar, este meollo no es sólo antropológico, sino también esencialmente teológico. La teología del cuerpo, que desde el principio está unida a la creación del hombre a imagen de Dios, se convierte, en cierto modo, también en teología del sexo, o mejor, teología de la masculinidad y de la feminidad, que aquí, en el libro del Génesis, tiene su punto de partida. El significado originario de la unidad, testimoniada por las palabras del Génesis 2, 24, tendrá amplia y lejana perspectiva en la revelación de Dios. Esta unidad a través del cuerpo («y los dos serán una sola carne») tiene una ética, como se confirma en la respuesta de Cristo a los fariseos en Mt 19 (Mc 10), y también una dimensión sacramental, estrictamente teológica, como se comprueba por las palabras de San Pablo a los Efesios (3), que hacen referencia además a la tradición de los Profetas (Oseas, Isaías, Ezequiel).

Y es así, porque esa unidad que se realiza a través del cuerpo indica, desde el principio, no sólo el «cuerpo», sino también la comunión «encarnada» de las personas -communio personarum- y exige esta comunión desde el principio. La masculinidad y la feminidad expresan el doble aspecto de la constitución somática del hombre («esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos»), e indican, además, a través de las mismas palabras del Génesis 2, 23, la nueva conciencia del sentido del propio cuerpo: sentido, que se puede decir consiste en un enriquecimiento recíproco. Precisamente esta conciencia, a través de la cual la humanidad se forma de nuevo como comunión de personas, parece constituir el estrato que en el relato de la creación del hombre (y en la revelación del cuerpo contenida en él) es más profundo que la misma estructura somática como varón y mujer. En todo caso, esta estructura se presenta desde el principio con una conciencia profunda de la corporeidad y sexualidad humana, y esto establece una norma inalienable para la comprensión del hombre en el plano teológico.

(1) «Pero Dios no creó al hombre dejándolo solo; desde el principio ‘varón y mujer los creó’» (Gén 1, 27) y su unión constituye la primera forma de comunión de personas (Gaudium et spes, 12).

(2) En la concepción de los libros bíblicos más antiguos no aparece la contraposición dualista «alma-cuerpo». Como ya se ha subrayado (cf. nota 11), se puede hablar más bien de una combinación complementaria «cuerpo-vida». El cuerpo es «expresión de la personalidad del hombre, y si no agota plenamente este concepto, es necesario entenderlo en el lenguaje bíblico como «pars pro toto»; cf. por ejemplo: «no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre...» (Mt 16, 17), es decir: no te lo ha revelado el hombre.

(3) «Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una sola carne. Gran misterio éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia» (Ef. 5, 29-32).

Este será el tema de nuestras reflexiones en la parte titulada «El Sacramento».

viernes, 27 de enero de 2012

AL PRINCIPIO

La creación de la mujer
(7-XI-79/11-XI-79)


1. Las palabras del libro del Génesis: «No es bueno que le hombre esté solo» (Gén 2, 18) son como un preludio al relato de la creación de la mujer. Junto con éste relato, el sentido de la soledad originaria entra a formar parte del significado de la unidad originaria, cuyo punto clave parecen ser las palabras del Génesis 2, 24, a las que se remite Cristo en su conversación con los fariseos: «Dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a la mujer, y serán los dos una sola carne» (Mt 19, 5). Si Cristo, al referirse al «principio», cita estas palabras, nos conviene precisar el significado de esa unidad originaria que hunde las raíces en el hecho de la creación del hombre como varón y mujer.

El relato del capítulo primero del Génesis no toca el problema de la soledad originaria del hombre: «efectivamente, el hombre es desde el comienzo «varón y mujer». En cambio, el texto yahvista del capítulo segundo nos autoriza, en cierto modo, a pensar primero solamente en el hombre en cuanto, mediante el cuerpo, pertenece al mundo visible, pero sobrepasándolo; luego, nos hace pensar en el mismo hombre, más a través de la duplicidad de sexo. La corporeidad y la sexualidad no se identifican completamente. Aunque el cuerpo humano, en su constitución normal, lleva en sí los signos del sexo y sea, por su naturaleza, masculino o femenino, sin embargo, el hecho de que el hombre sea «cuerpo» pertenece a la estructura del sujeto personal más profundamente que el hecho de que en su constitución somática sea también varón o mujer. Por esto el significado de la soledad originaria, que puede referirse sencillamente al «hombre», es anterior sustancialmente al significado de la unidad originaria; en efecto, esta última se basa en la masculinidad y en la femineidad, casi como en dos «encarnaciones» diferentes, esto es, en dos modos de «ser cuerpo» del mismo ser humano, creado «a imagen de Dios» (Gén 1, 27).

2. Siguiendo el texto yahvista, en el cual la creación de la mujer se describe separadamente (cf. Gén 2, 21-22), debemos tener ante los ojos, al mismo tiempo, esa «imagen de Dios» del primer relato de la creación. El segundo relato conserva, en su lenguaje y estilo, todas las características del texto yahvista. El modo de pensar y de expresarse de la época a la que pertenece el texto. Se puede decir, siguiendo la filosofía contemporánea de la religión y la del lenguaje, que se trata de un lenguaje mítico. Efectivamente, en este caso, el término «mito» no designa un contenido fabuloso, sino sencillamente un modo arcaico de expresar un contenido más profundo. Sin dificultad alguna, bajo el estrato de la narración antigua, descubrimos ese contenido, realmente maravilloso por lo que respecta a las cualidades y a la condensación de las verdades que allí se encierran. Añadamos que el segundo relato de la creación del hombre conserva, hasta cierto punto, una forma de diálogo entre el hombre y Dios Creador, y esto se manifiesta sobre todo en esa etapa en la que el hombre (‘adam) es creado definitivamente como varón y mujer (is - ‘issah) (1). La creación se realiza casi al mismo tiempo en dos dimensiones: la acción de Dios-Yahvé que crea se desarrolla en correlación al proceso de la conciencia humana.

3. Así, pues, Dios-Yahvé dice: «No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2, 18). Y al mismo tiempo el hombre confirma su propia soledad (cf. Gén 2, 20). A continuación leemos: «Hizo pues, Yahvé Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y, dormido, tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara, formó Yahvé Dios a la mujer» (Gén 2, 21-22). Considerando lo característico del lenguaje, es necesario reconocer ante todo que nos hace pensar mucho ese sopor genesíaco, en el que, por obra de Dios Yahvé, el hombre se sumerge, como en preparación para el nuevo acto creador. En el fondo de la mentalidad contemporánea, habituada -a través del análisis del subsconciente- a unir al mundo del sueño contenidos sexuales, ese sopor puede suscitar una asociación especial (2). Sin embargo, el relato bíblico parece ir más allá de la dimensión del subsconciente humano. Si se admite, pues, una diversidad significativa de vocabulario, se puede concluir que el hombre (‘adam) cae en ese «sopor» para despertarse «varón» y «mujer». Efectivamente, nos encontramos por primera vez en Gén 2, 23 con la distinción is - ‘issah. Quizá, pues, la analogía del sueño indica aquí no tanto un pasar de la conciencia a la subconsciencia, cuanto un retorno específico al no ser (el sueño comporta un componente de aniquilamiento de la existencia consciente del hombre), o sea, al momento antecedente a la creación, a fin de que, desde él por iniciativa creadora de Dios, el «hombre» solitario pueda surgir de nuevo en su doble unidad de varón y mujer (3).

En todo caso, a la luz del contexto del Gén 2, 18-20, no hay duda alguna de que el hombre cae en ese «sopor» con el deseo de encontrar un ser semejante a sí. Si, por analogía con el sueño, podemos hablar aquí también de ensueño, debemos decir que ese arquetipo bíblico nos permite admitir como contenido de ese sueño un «segundo yo», también personal e igualmente relacionado con la situación de soledad originaria, es decir, con todo ese proceso de estabilización de la identidad humana en relación al conjunto de los seres vivientes (animalia), en cuanto es proceso de «diferenciación» del hombre de este ambiente. De este modo, el círculo de la soledad del hombre-persona se rompe, porque el primer «hombre» despierta de su sueño como «varón y mujer».

4. La mujer es formada «con la costilla» que Dios-Yahvé tomó del hombre. Teniendo en cuenta el modo arcaico, metafórico e imaginativo de expresar el pensamiento, podemos establecer que se trata de homogeneidad de todo el ser de ambos; esta homogeneidad se refiere sobre todo al cuerpo, a la estructura somática, y se confirma también con las primeras palabras del hombre a la mujer creada: «Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén 2, 23) (4). Y sin embargo, las palabras citadas se refieren también a la humanidad del hombre-varón. Se leen en el contexto de las afirmaciones hechas antes de la creación de la mujer, en las que, aun no existiendo todavía la «encarnación» del hombre, ella es definida, como «ayuda semejante a él» (cf. Gén 2, 18 y 2, 20) (5). Así, pues, la mujer, en cierto sentido, es creada a base de la misma humanidad. La homogeneidad somática, a pesar de la diversidad de la constitución unida a la diferencia sexual, es tan evidente que el hombre (varón) despertado del sueño genético, la expresa inmediatamente cuando dice: «Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona porque del varón ha sido tomada» (Gén 2, 23). De este modo el hombre (varón) manifiesta por vez primera alegría e incluso exaltación, de las que antes no tenía oportunidad, por faltarle un ser semejante a él. La alegría por otro ser humano, por el segundo «yo», domina en las palabras del hombre (varón) pronunciadas al ver a la mujer (hembra). Todo esto ayuda a establecer el significado pleno de la unidad originaria. Aquí son pocas las palabras, pero cada una es de gran peso. Debemos, pues, tener en cuenta, y lo hacemos también a continuación el hecho de que la primera mujer, «formada con la costilla tomada del hombre», inmediatamente es aceptada como ayuda adecuada a él.

En la próxima meditación volveremos aún sobre este mismo tema, esto es, el significado de la unidad originaria del hombre y de la mujer en la humanidad.

(1) El término hebreo ‘adam expresa el concepto colectivo de la especie humana, esto es, el hombre que representa a la humanidad; (la Biblia define al individuo utilizando la expresión «hijo del hombre», ben’adam). La contraposición: ‘is-’isaah subraya la diversidad sexual (como en griego aner-gyne).

Después de la creación de la mujer, el texto bíblico continúa llamando al primer hombre ‘adam (con artículo definido), expresando así su «corporate personality», en cuanto se ha convertido en «padre de la humanidad», su progenitor y representante, como después Abraham es reconocido como «padre de los creyentes» y Jacob se identifica con Israel-Pueblo elegido.

(2) El sopor de Adán (en hebreo tardemaah) es un sueño profundo (en latín: sopor; en ingles: sleep) en el que cae el hombre sin conciencia o sueños. (La Biblia tiene otro término para definir el sueño: halom); cf. Gén 15, 12; 1 Sam 26, 12.

Freud, en cambio, examina el contenido de los sueños (en latín: somnium; en inglés: dream), los cuales formándose con elementos síquicos «rechazados por el subconsciente» permiten, según él, hacer emerger en ellos los contenidos inconscientes, que, en último análisis, serían siempre sexuales.

Esta idea es naturalmente del todo extraña al autor bíblico.

En la teología del autor yahvista, el sopor en el que Dios hace caer al primer hombre subraya la exclusividad de la acción de Dios en la obra de la creación de la mujer; el hombre no tenía en ella participación alguna consciente. Dios se sirve de su «costilla» solamente para acentuar la naturaleza común del varón y de la mujer.

(3) «Sopor» (tardemah) es el término que aparece en la Sagrada Escritura, cuando durante el sueño o directamente después del sueño deben suceder acontecimientos extraordinarios (cf. Gén 15, 12; 1 Sam 26, 12; Is 29, 10; Job 4, 13; 33, 15). Los Setenta traducen tardemah por ékstasis (un éxtasis).

En el Pentateuco tardemah aparece también una sola vez en un contexto misterioso: Abraham, por el mandato de Dios, preparó un sacrificio de animales, ahuyenando de ellos las aves rapaces. «Cuando ya estaba el sol, para ponerse, cayó un sopor sobre Abraham, y fue presa de gran terror, y le envolvió densa tiniebla» (Gén 15, 12). Entonces precisamente comienza Dios a hablar y realiza con él una alianza, que es la cumbre de la revelación hecha a Abraham.

Esta escena se parece en cierto modo a la del huerto de Getsemaní: Jesús «comenzó a sentir temor y angustia» (Mc 14, 33) y encontró a los Apóstoles «adormilados por la tristeza» (Lc 22, 45).

El autor bíblico admite en el primer hombre un cierto sentido de carencia y soledad («no es bueno que el hombre esté solo»; «no encontró una ayuda semejante a él»), y aun casi de miedo. Quizá este estado provoca un sueño causado por la «tristeza», o quizá, como en el caso de Abraham, «por un oscuro terror» de no-ser; como en el umbral de la obra de la creación: «La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo» (Gén 1, 2).

En todo caso, según los dos textos en que el Pentateuco, o mejor, el libro del Génesis habla del sueño profundo (tardemah) tiene lugar una acción divina especial, es decir, una «alianza» cargada de consecuencia para toda la historia de la salvación: Adán da comienzo al género humano. Abraham al Pueblo elegido.

(4) Es interesante notar que para los antiguos Sumerios el signo cuneiforme para indicar el sustantivo «costilla» coincidía con el empleado para indicar la palabra «vida». En cuando al relato yahvista, según cierta interpretación del Gén 2, 21, Dios más bien cubre de carne la costilla (en vez de cerrar la carne en el lugar de ella) y de este modo «forma» a la mujer, que trae su origen de la «carne y de los huesos» del primer hombre (varón).

En el lenguaje bíblico ésta es una definición de consanguinidad o pertenencia a la misma descendencia (por ejemplo, cf. Gén 29, 14): la mujer pertenece a la misma especie que el hombre, distinguiéndose de los otros seres vivientes creados antes.

En la antropología bíblica los «huesos» expresan un componente importantísimo del cuerpo; dado que para los hebreos no había una distinción precisa entre «cuerpo» y «alma» (el cuerpo era considerado como manifestación exterior de la personalidad), los «huesos» significaban sencillamente, por sinécdoque, el «ser» humano (cf. por ejemplo, Sal 139, 15: «No desconocías mis huesos»).

Se puede entender, pues, «hueso de los huesos», en sentido relacional, como el «ser del ser»; «carne de la carne» significa que aun teniendo diversas características físicas, la mujer presenta la misma personalidad que posee el hombre.

En el «canto nupcial» del primer hombre, la expresión «hueso de los huesos», «carne de la carne» es una forma de superlativo, subrayado además por la repetición triple: «esta», «esa», «la».

(5) Es difícil traducir exactamente la expresión hebrea cezer kenegdó, que se traduce de distinto modo en las lenguas europeas, por ejemplo, en latín: adiutorium ei conveniens sicut oportebat iuxta eum»; en alemán: «eine Hilfe..., die ihm entspricht»; en francés: «égal visâvis de lui»; en italiano: «un aiuto che gli sia simile»; en español: «como él, que le ayude»; en inglés: «a helper fit for him»; en polaco: «odopowicdnia alla niego pomoe».

Porque el término «ayuda», parece sugerir el concepto de «complementariedad», o mejor, de «correspondencia exacta», el término «semejante» se une más bien con el de «similitud», pero en sentido diverso de la semejanza del hombre con Dios.

jueves, 26 de enero de 2012

AL PRINCIPIO


Entre la inmortalidad y la muerte
(31-X-79/4-XI-79)


1. Nos conviene volver hoy una vez más sobre el significado de la soledad original del hombre, que surge sobre todo del análisis del llamado texto yahvista del Génesis 2. El texto bíblico nos permite, como ya hemos comprobado en las reflexiones precedentes, poner de relieve no sólo la conciencia que se tiene del cuerpo humano (el hombre es creado en el mundo visible como «cuerpo entre los cuerpos»), sino también la de su significado propio.

Teniendo en cuenta la gran concisión del texto bíblico, no se puede, desde luego, ampliar demasiado esta implicación. Pero es cierto que tocamos aquí el problema central de la antropología. La conciencia del cuerpo parece identificarse en este caso con el descubrimiento de la complejidad de la propia estructura, que, basada en una antropología filosófica, consiste, en definitiva, en la relación entre alma y cuerpo. El relato yahvista, con su lenguaje característico (esto es, con su propia terminología), lo expresa diciendo: «Formó Yahvé-Dios al hombre del polvo de la tierra y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado» (Gén 2, 7) (1). Y precisamente este hombre «ser animado», se distingue a continuación de todos los otros seres vivientes del mundo visible. La premisa de este distinguirse el hombre es precisamente de que sólo él es capaz de «cultivar la tierra» (cf. Gén 2, 5) y de «someterla» (cf. Gén 1, 28). Se puede decir que la conciencia de la «superioridad», inscrita en la definición de humanidad, nace desde el principio a base de una praxis o comportamiento típicamente humano. Esta conciencia comporta una percepción especial del significado del propio cuerpo, que emerge precisamente del hecho de que el hombre está para «cultivar la tierra» y «someterla». Todo esto sería imposible sin una intuición típicamente humana del significado del propio cuerpo.

2. Parece, pues, que conviene hablar ante todo de este aspecto, más bien que del problema de la complejidad antropológica en sentido metafísico. Si la descripción originaria de la conciencia humana, sacada del texto yahvista, comprende en el conjunto del relato también al cuerpo, si encierra como primer testimonio del descubrimiento de la propia corporeidad (e incluso, como se ha dicho, la percepción del significado del propio cuerpo), todo esto se revela, basándose no en algún análisis primordial metafísico, sino en una concreta subjetividad bastante clara del hombre. El hombre es sujeto no sólo por su autoconciencia y autodeterminación, sino también a base del propio cuerpo. La estructura de este cuerpo es tal, que le permite ser el autor de una actividad puramente humana. En esta actividad el cuerpo expresa la persona. Es, pues, en toda su materialidad («formó al hombre del polvo de la tierra»), como penetrable y transparente, de modo que deja claro quién aro quién es el hombre (y quién debería ser) gracias a la estructura de su conciencia y de su autodeterminación. Sobre esto se apoya la percepción fundamental del significado del propio cuerpo, que no puede menos de descubrirse analizando la soledad originaria del hombre.

3. Y he aquí que, con esta comprensión fundamental del significado del propio cuerpo, el hombre, como sujeto de la Antigua Alianza con el Creador, es colocado ante el misterio del árbol de la ciencia. «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día de que él comieres, ciertamente morirás» (Gén 2, 16-17). El significado originario de la soledad del hombre se basa sobre la experiencia de la existencia que le ha dado el Creador. Esta existencia humana está caracterizada precisamente por la subjetividad que comprende también el significado del cuerpo. Pero el hombre, que en su conciencia originaria conoce exclusivamente la experiencia del existir y, por lo tanto de la vida, ¿habría podido entender lo que significaba la palabra «morirás»? ¿Sería capaz de llegar a comprender el sentido de esta palabra a través de la compleja estructura de la vida, que le fue dada cuando el «Señor Dios... le inspiró en el rostro aliento de vida»? Es necesario admitir que esta palabra, completamente nueva, se presenta en el horizonte de la conciencia del hombre sin que él haya experimentado nunca la realidad, y que al mismo tiempo esta palabra se presenta ante él como una antítesis radical de todo aquello de lo que el hombre había sido dotado.

El hombre oía por vez primera la palabra «morirás», sin haber tenido familiaridad con ella en su experiencia hasta entonces; pero, por otra parte, no podía menos que asociar el significado de la muerte a esa dimensión de la vida de la que había disfrutado hasta el momento. Las palabras de Dios-Yahvé dirigidas al hombre confirmaban una dependencia tal en el existir, que hacía del hombre un ser limitado y, por su naturaleza, susceptible de no-existencia. Estas palabras plantearon el problema de la muerte en sentido condicional: «El día que de él comieres... morirás». El hombre, que había oído estas palabras, debía sacar de ellas la verdad en la misma estructura interior de la propia soledad. Y, en definitiva, dependía de él, de su decisión y libre elección, si con su soledad hubiese entrado también en su humanidad. Además, debería haber entendido que ese árbol misterioso escondía en sí una dimensión de soledad desconocida hasta entonces, de la que le había sido dotado el Creador en medio del mundo de los seres vivientes, a los que el hombre -delante de su mismo Creador- «había puesto nombre», para llegar a comprender que ninguno de ellos era semejante a él.

4. Por lo tanto, cuando el significado fundamental de su cuerpo ya había sido establecido a través de la distinción del resto de las criaturas, cuando por esto mismo se había hecho evidente que «lo invisible» determina al hombre más que «lo visible», entonces se presentó ante él la alternativa vinculada estrecha y directamente por Dios-Yahvé al árbol de la ciencia del bien y del mal. La alternativa entre la muerte y la inmortalidad que surge del Génesis 2, 17, va más allá del significado escatológico no sólo del cuerpo, sino de la humanidad misma, distinta de todos los seres vivientes, de los «cuerpos». Pero esta alternativa afecta de un modo totalmente especial al cuerpo creado del «polvo de la tierra».

Para no prolongar más este análisis nos limitamos a constatar que la alternativa entre la muerte y la inmortalidad entra, desde el comienzo, en la definición del hombre y que pertenece «por principio» al significado de su soledad frente a Dios mismo. Este significado originario de soledad, penetrado por la alternativa entre la muerte y la inmortalidad, tiene también un significado fundamental para toda la teología del cuerpo.

Con esta constatación concluimos por ahora nuestras reflexiones sobre el significado de la soledad originaria del hombre. Esta constatación, que surge de modo claro e incisivo de los textos del libro del Génesis, induce también a reflexionar tanto sobre los textos como sobre el hombre, que acaso tiene demasiado escasa conciencia de la verdad que le atañe y que está encerrada ya en los primeros capítulos de la Biblia.

(1) La antropología bíblica distingue en el hombre no tanto «el cuerpo» y «el alma», cuanto «cuerpo» y «vida».

El autor bíblico presenta aquí la concesión del don de la vida mediante el «soplo», que no deja de ser propiedad de Dios: cuando Dios lo quita, el hombre vuelve al polvo del que ha sido sacado. (cf. Job 34, 14-15; Sal 104, 29, s.).

miércoles, 25 de enero de 2012

AL PRINCIPIO

El primer hombre, imagen de Dios
(24-X-79/28-X-79)



1. En la reflexión precedente comenzamos a analizar el significado de la soledad originaria del hombre. El punto de partida nos lo da el texto yahvista y en particular las palabras siguientes: «No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2, 18). El análisis de los relativos pasajes del libro del Génesis (cap. 2) nos ha llevado a conclusiones sorprendentes que miran a la antropología, esto es, a la ciencia fundamental acerca del hombre, encerrada en este libro. Efectivamente, en frases relativamente escasas, el texto antiguo bosqueja al hombre como persona con la subjetividad que la caracteriza.

Cuando Dios-Yahvé da a este primer hombre, así formado, el dominio en relación con todos los árboles que crecen en el «jardín en Edén», sobre todo en relación con el de la ciencia del bien y del mal, a los rasgos del hombre, antes descritos, se añade el momento de la opción o de la autodeterminación, es decir, de la libre voluntad. De este modo, la imagen del hombre, como persona dotada de una subjetividad propia, aparece ante nosotros como acabada en su primer esbozo.

En el concepto de soledad originaria se incluye tanto la autoconciencia, como la autodeterminación. El hecho de que el hombre esté «solo» encierra en sí esta estructura ontológica y, al mismo tiempo, es un índice de auténtica comprensión. Sin esto, no podemos entender correctamente las palabras que siguen y que constituyen el preludio a la creación de la primera mujer: «Voy a hacerle una ayuda». Pero, sobre todo, sin el significado tan profundo de la soledad originaria del hombre, no puede entenderse e interpretarse correctamente toda la situación del hombre creado a «imagen de Dios», que es la situación de la primera, mejor aún, de la primitiva Alianza con Dios.

2. Este hombre, de quien dice el relato del capítulo primero que fue creado «a imagen de Dios», se manifiesta en el segundo relato como sujeto de la Alianza, esto es, sujeto, constituido como persona, constituido a medida de «partner del Absoluto», en cuanto debe discernir y elegir conscientemente entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. Las palabras del primer mandamiento de Dios-Yahvé (Gén 2, 16-17) que hablan directamente de la sumisión y dependencia del hombre-creatura de su Creador, revelan precisamente de modo indirecto este nivel de humanidad como sujeto de la Alianza y «partner del Absoluto». El hombre está solo; esto quiere decir que él, a través de la propia humanidad, a través de lo que él es, queda constituido al mismo tiempo en una relación única, exclusiva e irrepetible con Dios mismo. La definición antropológica contenida en el texto yahvista se acerca por su parte a lo que expresa la definición teológica del hombre, que encontramos en el primer relato de la creación («Hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza»: Gén 1, 26).

3. El hombre, así formado, pertenece al mundo visible, es cuerpo entre los cuerpos. Al volver a tomar y, en cierto modo, al reconstruir el significado de la soledad originaria, lo aplicamos al hombre en su totalidad. El cuerpo, mediante el cual el hombre participa del mundo creado visible, lo hace al mismo tiempo consciente de estar «solo». De otro modo no hubiera sido capaz de llegar a esa convicción, a la que, en efecto, como leemos (cf. Gén 2, 20), ha llegado, si su cuerpo no le hubiera ayudado a comprenderlo, haciendo la cosa evidente. La conciencia de la soledad habría podido romperse a causa del mismo cuerpo. El hombre ‘adam, habría podido llegar a la conclusión de ser sustancialmente semejante a los otros seres vivientes (animalia), basándose en la experiencia del propio cuerpo. Y, en cambio, como leemos, no llegó a esta conclusión, más bien llegó a la persuasión de estar «solo». El texto yahvista nunca habla directamente del cuerpo; incluso cuando dice «Formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra», habla del hombre y no del cuerpo. Esto no obstante, el relato tomado en su conjunto nos ofrece bases suficientes para percibir a este hombre, creado en el mundo visible, precisamente como cuerpo entre los cuerpos.

El análisis del texto yahvista nos permite, además, vincular la soledad originaria del hombre con el conocimiento del cuerpo, a través del cual el hombre se distingue de todos los animalia y «se separa» de ellos, y también a través del cual él es persona. Se puede afirmar con certeza que el hombre así formado tiene simultáneamente el conocimiento y la conciencia del sentido del propio cuerpo. Y esto sobre la base de la experiencia de la soledad originaria.

4. Todo esto puede considerarse como implicación del segundo relato de la creación del hombre, y el análisis nos permite un amplio desarrollo.

Cuando al comienzo del texto yahvista, antes aún que se hable de la creación del hombre «del polvo de la tierra», leemos que «no había todavía hombre que labrase la tierra ni rueda que subiese el agua con qué regarla» (Gén 2, 5-6), asociamos justamente este pasaje al del primer relato, en el que se expresa el mandamiento divino; «Henchid la tierra: sometedla y dominad» (Gén 1, 28). El segundo relato alude de manera explícita al trabajo que el hombre desarrolla para cultivar la tierra. El primer medio fundamental para dominar la tierra se encuentra en el hombre mismo. El hombre puede dominar la tierra porque sólo él -y ningún otro de los seres vivientes- es capaz de «cultivarla» y transformarla según sus propias necesidades («hacía subir de la tierra el agua por lo canales para regarla»). Y he aquí, este primer esbozo de una actividad específicamente humana parece formar parte de la definición del hombre, tal como ella surge del análisis del texto yahvista. Por consiguiente, se puede afirmar que este esbozo es intrínseco al significado de la soledad originaria y pertenece a esa dimensión de soledad, a través de la cual el hombre, desde el principio, está en el mundo visible como cuerpo entre los cuerpos y descubre el sentido de la propia corporalidad.

En la próxima meditación volveremos sobre este tema.

lunes, 23 de enero de 2012

AL PRINCIPIO



La soledad original del hombre
(10-X-79/14-X-79)

1. En la última reflexión del presente ciclo hemos llegado a una conclusión introductoria, sacada de las palabras del libro del Génesis sobre la creación del hombre como varón y mujer. A estas palabras, o sea, al «principio» se refirió el Señor Jesús en su conversación sobre la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19, 3-9; Mc 10, 1-12). Pero la conclusión a que hemos llegado no pone fin todavía a la serie de nuestros análisis. Efectivamente, debemos leer de nuevo las narraciones del capítulo primero y segundo del libro del Génesis en un contexto más amplio, que nos permitirá establecer una serie de significados del texto antiguo, al que se refirió Cristo. Por tanto, hoy reflexionaremos sobre el significado de la soledad originaria del hombre.

2. El punto de partida para esta reflexión nos lo dan directamente las siguientes palabras del libro del Génesis: «No es bueno que el hombre (varón) esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2, 18). Es Dios Yahvé quien dice estas palabras. Forman parte del segundo relato de la creación del hombre y provienen, por lo tanto, de la tradición yahvista. Como hemos recordado anteriormente, es significativo que, en cuanto al texto yahvista, el relato de la creación del hombre (varón) es un pasaje aislado (cf. Gén 2, 7), que precede al relato de la creación de la primera mujer (cf. Gén 2, 21-22). Además es significativo que el primer hombre (‘adam), creado del «polvo de la tierra», sólo después de la creación de la primera mujer es definido como varón (‘is). Así, pues, cuando Dios-Yahvé pronuncia las palabras sobre la soledad, las refiere a la soledad del «hombre» en cuanto tal, y no sólo a la del varón (1).

Pero es difícil, basándose sólo en este hecho, ir demasiado lejos al sacar las conclusiones. Sin embargo, el contexto completo de esa soledad de la que habla el Génesis 2, 18, puede convencernos de que se trata de la soledad del «hombre» (varón y mujer), y no sólo de la soledad del hombre-varón, producida por la ausencia de la mujer. Parece, pues, basándonos en todo el contexto, que esta soledad tiene dos significados: uno, que se deriva de la naturaleza misma del hombre, es decir, de su humanidad (y esto es evidente en el relato del Gén 2), y otro, que se deriva de la relación varón-mujer, y esto es evidente, en cierto modo, en base al primer significado. Un análisis detallado de la descripción parece confirmarlo.

3. El problema de la soledad se manifiesta únicamente en el contexto del segundo relato de la creación del hombre. En el primer relato no existe este problema. Allí el hombre es creado en un solo acto como «varón y mujer» («Dios creó al hombre a imagen suya... varón y mujer los creó», Gén 1, 27). El segundo relato que, como ya hemos mencionado, habla primero de la creación del hombre y sólo después de la creación de la mujer de la «costilla» del varón, concentra nuestra atención sobre el hecho de que «el hombre está solo», y esto se presenta como un problema antropológico fundamental, anterior, en cierto sentido, al propuesto por el hecho de que este hombre sea varón y mujer. Este problema es anterior no tanto en el sentido cronológico, cuanto en el sentido existencial: es anterior «por su naturaleza». Así se revelará también él problema de la soledad del hombre desde el punto de vista de la teología del cuerpo, si llegamos a hacer un análisis profundo del segundo relato de la creación en el Génesis 2.

4. La afirmación de Dios-Yahvé «no es bueno que el hombre esté solo», aparece no sólo en el contexto inmediato de la decisión de crear a la mujer («voy a hacerle una ayuda semejante a él»), sino también en el contexto más amplio de motivos y circunstancias, que explican más profundamente el sentido de la soledad originaria del hombre. El texto yahvista vincula ante todo la creación del hombre con la necesidad de «trabajar la tierra» (Gén 2, 5), y esto correspondería, en el primer relato, a la vocación de someter y dominar la tierra (cf. Gén 1, 28). Después el segundo relato de la creación habla de poner al hombre en el «jardín en Edén», y de este modo nos introduce en el estado de su felicidad original. Hasta este momento el hombre es objeto de la acción creadora de Dios-Yahvé, quien al mismo tiempo, como legislador, establece las condiciones de la primera alianza con el hombre. Ya a través de esto, se subraya la subjetividad del hombre, que encuentra una expresión ulterior cuando el Señor Dios «trajo ante el hombre (varón) todos cuantos animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese cómo las llamaría» (Gén 2, 19). Así, pues, el significado primitivo de la soledad originaria del hombre está definido a base de un «test» específico, o de un examen que el hombre sostiene frente a Dios (y en cierto modo también frente a sí mismo). Mediante este «test», el hombre toma conciencia de la propia superioridad, es decir, de que no puede ponerse al nivel de ninguna otra especie de seres vivientes sobre la tierra.

En efecto, como dice el texto, «y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera» (Gén 2, 19). «Y dio el hombre nombre a todos los ganados, y a todas la aves del cielo, y a todas las bestias del campo; pero -termina el autor- entre todos ellos no había para el hombre (varón) ayuda semejante a él» (Gén 2, 19-20).

5. Toda esta parte del texto es sin duda una preparación para el relato de la creación de la mujer. Sin embargo, posee un significado profundo, aun independientemente de esta creación. He aquí que el hombre creado se encuentra, desde el primer momento de su existencia, frente a Dios como en búsqueda de la propia entidad; se podría decir: en búsqueda de la definición de sí mismo. Un contemporáneo diría: en la propia identidad». La constatación de que el hombre «está solo» en medio del mundo visible y, en especial, entre los seres vivientes tiene un significado negativo en este estudio, en cuanto expresa lo que él «no es». No obstante, la constatación de no poderse identificar esencialmente con el mundo visible de los otros seres vivientes (animalia) tiene, al mismo tiempo, un aspecto positivo para este estudio primario: aun cuando esta constatación no es todavía una definición completa, constituye, sin embargo, uno de sus elementos. Si aceptamos la tradición aristotélica en la lógica y en la antropología, sería necesario definir este elemento como «genero próximo» (genus proximum) (2).

6. El texto yahvista nos permite, sin embargo, descubrir incluso elementos ulteriores en ese maravilloso paisaje, en el que el hombre se encuentra solo frente a Dios, sobre todo para expresar, a través de una primera autodefinición, el propio autoconocimiento, como manifestación primitiva y fundamental de humanidad. El autoconocimiento va a la par del conocimiento del mundo, de todas las criaturas visibles, de todos los seres vivientes a los que el hombre ha dado nombre para afirmar frente a ellos la propia diversidad. Así, pues, la conciencia revela al hombre como el que posee la facultad cognoscitiva respecto al mundo visible. Con este conocimiento que lo hace salir, en cierto modo, fuera del propio ser, al mismo tiempo el hombre se revela a sí mismo en toda la peculiaridad de su ser. No está solamente esencial y subjetivamente solo. En efecto, soledad significa también subjetividad del hombre, la cual se constituye a través del autoconocimiento.

El hombre está solo porque es «diferente» del mundo visible, del mundo de los seres vivientes. Analizando el texto del libro del Génesis, somos testigos, en cierto sentido, de cómo el hombre «se distingue» frente a Dios-Yahvé de todo el mundo de los seres vivientes (animalia) con el primer acto de autoconciencia, y de cómo, por lo tanto, se revela a sí mismo y, a la vez, se afirma en el mundo visible con «esperanza». Ese proceso delineado de modo tan incisivo en el Génesis 2, 19-20, proceso en búsqueda de una definición de sí, no lleva sólo a indicar -empalmando con la tradición aristotélica- el genus proximum, que en el capítulo 2 del Génesis se expresa con las palabras: «ha puesto el hombre», al que corresponde, la «diferencia» específica que, según la definición de Aristóteles, es noûs, zoom noetikón. Este proceso lleva también él primer bosquejo del ser humano como persona humana con la subjetividad propia que la caracteriza.

Interrumpimos aquí el análisis del significado de la soledad originaria del hombre. Lo reanudaremos en los capítulos sucesivos.

(1) El texto hebreo llama constantemente al primer hombre ha’adam, mientras el termino ‘is («varón») se introduce solamente cuando surge la confrontación con la ‘isa («mujer»).

«El hombre», pues, estaba solitario sin referencia al sexo.

Pero en la traducción a algunas lenguas europeas es difícil expresar este concepto del Génesis, porque «hombre» y «varón» se definen ordinariamente con una sola palabra: «homo», «uomo», «hombre», «man».

(2) «An essential (quidditive) definition is a statement which explains the essence or nature of things.

It will be essential when we can define a thing by its proximate genus and specific differentia.

The proximate genus includes within its comprehension all the essential elements of the genera above it and therefore includes all the beings that are cognate or similar in nature to the thing that is being defined; the specific differentia, on the other hand brings in the distinctive element which separates this thing from all others of a similar nature, by because an animal is a «sentient, living, material substance» (...) The specific differentia «rational» is the one distinctive essential element which distinguishes man» and every other «animal». It therefore makes lum a species of him own and separates him from every other «animal» and every other, genus above animal, ineluding plants, inanimate bodies and substance.

Furthermore, since the specific differentia is the distinctive element in the essence of man, it includes all the characteristic «properties» which lie in the nature of man as man, namely power of speech, morality, governoment, religión, immortality, etc.: realities which are absent in all other beings in this physical world».

(C.N. Bittle, The Science of Correct Thinking, Logic, Milwaukee (197412, pp. 73-74.)

sábado, 21 de enero de 2012

AL PRINCIPIO

Inocencia original y redención de Cristo
(26-IX-79/30-IX79)


1. Cristo, respondiendo a la pregunta sobre la unidad y la indisolubilidad del matrimonio, se remitió a lo que está escrito en el libro del Génesis sobre el tema del matrimonio. En nuestras dos reflexiones precedentes hemos sometido a análisis tanto al llamado texto elohista (Gén 1), como el yahvista (Gén 2). Hoy queremos sacar algunas conclusiones de este análisis.

Cuando Cristo se refiere al «principio», lleva a sus interlocutores a superar, en cierto modo, el límite que, en el libro del Génesis, hay entre el estado de inocencia original y el estado pecaminoso que comienza con la caída original.

Simbólicamente se puede vincular este límite con el árbol de la ciencia del bien y del mal, que en el texto yahvista delimita dos situaciones diametralmente opuestas: la situación de la inocencia original y la del pecado original. Estas situaciones tienen una dimensión propia en el hombre, en su interior, en su conocimiento, conciencia, opción y decisión, y todo esto en relación con Dios Creador que, en el texto yahvista (Gén 2 y 3) es, al mismo tiempo, el Dios de la Alianza, de la alianza más antigua del Creador con su criatura, es decir, con el hombre. El árbol de la ciencia del bien y del mal, como expresión y símbolo de la alianza con Dios, rota en el corazón del hombre, delimita y contrapone dos situaciones y dos estados diametralmente opuestos: el de la inocencia original y el del pecado original, y a la vez del estado pecaminoso hereditario en el hombre que deriva de dicho pecado. Sin embargo, las palabras de Cristo, que se refieren al «principio», nos permiten encontrar en el hombre una continuidad esencial y un vínculo entre estos dos diversos estados o dimensiones del ser humano. El estado de pecado forma parte del «hombre histórico», tanto del que se habla en Mateo 19, esto es, del interlocutor de Cristo entonces, como también de cualquier otro interlocutor potencial o actual de todos los tiempos de la historia y, por lo tanto, naturalmente, también del hombre de hoy. Pero ese estado -el estado «histórico» precisamente- en cada uno de los hombres, sin excepción alguna, hunde las raíces en su propia «prehistoria» teológica, que es el estado de la inocencia original.

2. No se trata aquí de sola dialéctica. Las leyes del conocer responden a las del ser. Es imposible entender el estado pecaminoso «histórico», sin referirse o remitirse (y Cristo efectivamente a él se remite) al estado de inocencia original (en cierto sentido «prehistórica») y fundamental. El brotar, pues, del estado pecaminoso, como dimensión de la existencia humana, está, desde los comienzos, en relación con esta inocencia real del hombre como estado original y fundamental, como dimensión de ser creado «a imagen de Dios». Y así sucede no sólo para el primer hombre, varón y mujer, como dramatis personæ y protagonista de las vicisitudes descritas en el texto yahvista de los capítulos 2 y 3 del Génesis, sino también para todo el recorrido histórico de la existencia humana. El hombre histórico está, pues por así decirlo, arraigado en su prehistoria teológica revelada; y por esto cada punto de su estado pecaminoso histórico se explica (tanto para el alma como para el cuerpo) con referencia a la inocencia original. Se puede decir que esta referencia es «coheredad» del pecado, y precisamente del pecado original. Si este pecado significa, en cada hombre histórico, un estado de gracia perdida, entonces comporta también una referencia a esa gracia, que era precisamente la gracia de la inocencia original.

3. Cuando Cristo, según el capítulo 19 de San Mateo, se remite al «principio», con esta expresión no indica sólo el estado de inocencia original como horizonte perdido de la existencia humana en la historia. Tenemos el derecho de atribuir al mismo tiempo toda la elocuencia del misterio de la redención a las palabras que El pronuncia con sus propios labios. Efectivamente, ya en el ámbito del mismo texto yahvista del Gén 2 y 3, somos testigos de que el hombre, varón y mujer, después de haber roto la alianza original con su Creador, recibe la primera promesa de redención en las palabras del llamado Protoevangelio en el Gén 3, 15 (1), y comienza a vivir en la perspectiva teológica de la redención. Así, pues, el hombre «histórico» -tanto el interlocutor de Cristo de aquel tiempo, del que habla Mt 19, como el hombre de hoy- participa de esta perspectiva. El participa no sólo en la historia del estado pecaminoso humano como sujeto y cocreador. Por lo tanto, está no sólo cerrado, a causa de su estado pecaminoso, respecto a la inocencia original, sino que está al mismo tiempo abierto hacia el misterio de la redenci-cuerpo lo percibimos sobre todo con la experiencia. A la luz de las mencionadas consideraciones fundamentales, tenemos pleno derecho de abrigar la convicción de que esta nuestra experiencia «histórica» debe, en cierto modo, detenerse en los umbrales de la inocencia original del hombre, porque en relación con ella permanece inadecuada. Sin embargo, a la luz de la perspectiva de la redención del cuerpo garantiza la continuidad y la unidad entre el estado hereditario del pecado del hombre y su inocencia original, aunque esta inocencia la haya perdido históricamente de modo irremediable. También es evidente que Cristo tiene el máximo derecho de responder a la pregunta que le propusieron los doctores de la Ley y de la Alianza (como leemos en Mt 19 y en Mc 10), en la perspectiva de la redención sobre la cual se apoya la misma Alianza.

4. Si en el contexto de la teología del hombre-cuerpo, así delineado sustancialmente, pensamos en el método de los análisis ulteriores acerca de la revelación del «principio», en el que es esencial la referencia a los primeros capítulos del libro del Génesis, debemos dirigir inmediatamente nuestra atención a un factor que es particularmente importante para la interpretación teológica: importante porque consiste en la relación entre revelación y experiencia. En la interpretación de la revelación acerca del hombre y sobre todo acerca del cuerpo, debemos referirnos a la experiencia por razones comprensibles, ya que el hombre-cuerpo lo percibimos sobre todo con la experiencia. A la luz de las mencionadas consideraciones fundamentales, tenemos pleno derecho de abrigar la convicción de que esta nuestra experiencia «histórica» debe, en cierto modo, detenerse en los umbrales de la inocencia original del hombre, porque en relación con ella permanece inadecuada. Sin embargo, a la luz de las mismas consideraciones introductorias, debemos llegar a la convicción de que nuestra experiencia humana es, en este caso, un medio de algún modo legítimo para la interpretación teológica, y es, en cierto sentido, un punto de referencia indispensable, al que debemos remitirnos en la interpretación del «principio». El análisis más detallado del texto nos permitirá tener una visión más clara de él.

5. Parece que las palabras de la carta a los Romanos 8, 23, que acabamos de citar, orientan mejor nuestras investigaciones, centradas en la revelación de ese «principio», al que se refirió Cristo en su conversación sobre la indisolubilidad del matrimonio (Mt 19 y Mc 10). Todos los análisis sucesivos que se harán a este propósito basándose en los primeros capítulos del Génesis, reflejarán casi necesariamente la verdad de las palabras paulinas: «Nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por... la redención de nuestro cuerpo». Si nos ponemos en esta actitud -tan profundamente concorde con la experiencia (2)-, el «principio» debe hablarnos con la gran riqueza de luz que proviene de la revelación, a la que desea responder sobre todo la teología. La continuación de los análisis nos explicará por qué y en qué sentido ésta debe ser teología del cuerpo.

(1) Ya la traducción griega del Antiguo Testamento, la de los Setenta, que se remonta más o menos al siglo II a.C., interpreta el Gén 3, 15 en el sentido mesiánico, aplicando el pronombre masculino autós refiriéndose al sustantivo neutro griego sperma (semen de la Vulgata). La traducción judía mantiene esta interpretación.

La exégesis cristiana, comenzando por San Ireneo (Adv. Hær. III, 23, 7) ve este texto como «Protoevangelio», que preanuncia la victoria sobre Satanás traída por Jesucristo. Aunque en los últimos siglos los estudiosos de la Sagrada Escritura hayan interpretado diversamente esta perícopa, y algunos de ellos impugnen la interpretación mesiánica, sin embargo en los últimos tiempos se retorna a ella bajo un aspecto un poco distinto. El autor yahvista une efectivamente la prehistoria con la historia de Israel, que alcanza su cumbre en la dinastía mesiánica de David, que llevará a cumplimiento las promesas del Gén 3, 15 (cf. 2 Sam 7, 12).

El Nuevo Testamento ha ilustrado el cumplimiento de la promesa en la misma perspectiva mesiánica: Jesús es Mesías, descendiente de David (Rom 1, 3; 2 Tim 2, 8), nacido mujer (Gál 4, 4), nuevo Adán-David (1 Cor 15), que debe reinar «hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies» (1 Cor 15, 25). Y finalmente (Apoc 12, 1-10) presenta el cumplimiento final de la profecía del Gén 3, 15, que aun no siendo anuncio claro e inmediato de Jesús, como Mesías de Israel, sin embargo conduce a El a través de la tradición real y mesiánica que une al Antiguo y al Nuevo Testamento.

(2) Hablando aquí de la relación entre la «experiencia» y la «revelación», más aún, de una convergencia sorprendente entre ellas, sólo queremos constatar que el hombre, en su estado actual de existir en el cuerpo, experimenta múltiples limitaciones, sufrimientos, pasiones, debilidades y finalmente la misma muerte, los cuales, al mismo tiempo, refieren este su existir en el cuerpo a un diverso estado o dimensión. Cuando San Pablo escribe sobre la «redención del cuerpo», habla con el lenguaje de la revelación; la experiencia efectivamente no está en condiciones de captar este contenido, o mejor esta realidad. Al mismo tiempo en el conjunto de este contenido el autor de Rom 8, 23 toma de nuevo todo lo que, tanto a él como, en cierto modo, a todo hombre (independientemente de su relación con la revelación) se le ha ofrecido a través de la experiencia de la existencia humana que es una existencia en el cuerpo.

Tenemos, pues, el derecho de hablar de la relación entre la experiencia y la revelación, más aún, tenemos el derecho de proponer el problema de su relación recíproca, si bien para muchos entre la una y la otra hay una línea de demarcación que es una línea de total antítesis y de antinomía radical. Esta línea, a su parecer, debe ser trazada sin duda entre la fe y la ciencia, entre la teología y la filosofía. Al formular este punto de vista, se tienen en cuenta más bien conceptos abstractos que no el hombre como sujeto vivo.

jueves, 19 de enero de 2012

AL PRINCIPIO

Segundo relato de la creación del hombre
19-IX-79/23-IX-79


Respecto a las palabras de Cristo sobre el tema del matrimonio, en las que se remite al «principio», dirigimos nuestra atención, hace una semana, al primer relato de la creación del hombre en el libro del Génesis (cap. 1). Hoy pasaremos al segundo relato que, frecuentemente es conocido por «yahvista», ya que en él a Dios se le llama «Yahvé».

El segundo relato de la creación del hombre (vinculado a la presentación tanto de la inocencia y felicidad originales, como a la primera caída) tiene un carácter diverso por su naturaleza. Aun no queriendo anticipar los detalles de esta narración -porque nos convendrá retornar a ellos en análisis ulteriores- debemos constatar que todo el texto, al formular la verdad sobre el hombre, nos sorprende con sus profundidad típica, distinta de la del primer capítulo del Génesis. Se puede decir que es una profundidad de naturaleza sobre todo subjetiva y, por lo tanto, en cierto sentido, psicológica. El capítulo 2 del Génesis constituye, en cierto modo, la más antigua descripción registrada de la autocomprensión del hombre y, junto con el capítulo 3, es el primer testimonio de la conciencia humana. Con una reflexión profunda sobre este texto -a través de toda la forma arcaica de la narración, que manifiesta su primitivo carácter mítico (1)- encontramos allí «in núcleo» casi todos los elementos del análisis del hombre, a los que es tan sensible la antropología filosófica moderna y sobre todo la contemporánea. Se podría decir que el Génesis 2 presenta la creación del hombre especialmente en el aspecto de su subjetividad. Confrontando a la vez ambos relatos, llegamos a la convicción de que esta subjetividad corresponde a la realidad objetiva del hombre creado «a imagen de Dios». E incluso este hecho es -de otro modo- importante para la teología del cuerpo, como veremos en los análisis siguientes.

Es significativo que Cristo, en su respuesta a los fariseos, en la que se remite al «principio», indica ante todo la creación del hombre con referencia al Génesis 1, 27: «El Creador al principio los creó varón y mujer»: sólo a continuación cita el texto del Génesis 2, 24. Las palabras que describen directamente la unidad e indisolubilidad del matrimonio, se encuentran en el contexto inmediato del segundo relato de la creación, cuyo rasgo característico es la creación por separado de la mujer (cf. Gén 2, 18-23), mientras que el relato de la creación del primer hombre (varón) se halla en el Gén 2, 5-7. A este primer ser humano la Biblia lo llama «hombre» (adam) mientras que, por el contrario, desde el momento de la creación de la primera mujer, comienza a llamarlo «varón», ‘is, en relación a ‘issàh (mujer, porque está sacada del varón = ‘is) (2). Y es también significativo que, refiriéndose al Gén 2, 24. Cristo no sólo une el «principio» con el misterio de la creación, sino también nos lleva, por decirlo así, al límite de la primitiva inocencia del hombre y del pecado original. La segunda descripción de la creación del hombre ha quedado fijada en el libro del Génesis precisamente en este contexto. Allí leemos ante todo: «De la costilla que del hombre tomara, formó Yahvé Dios a la mujer, y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: ‘Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque el varón ha sido tomada’» (Gén 2, 22-23). «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se unirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24).

«Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello» (Gén 2, 25).

A continuación, inmediatamente después de estos versículos, comienza el Génesis 3 la narración de la primera caída del hombre y de la mujer, vinculada al árbol misterioso, que ya antes ha sido llamado «árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gén 2, 17). Con esto surge una situación completamente nueva, esencialmente distinta de la precedente. El árbol de la ciencia del bien y del mal es una línea divisoria entre las dos situaciones originarias, de las que habla el libro del Génesis. La primera situación es la de la inocencia original, en la que el hombre (varón y hembra) se encuentran casi fuera del conocimiento del bien y del mal, hasta que no quebranta la prohibición del Creador y no come del fruto del árbol de la ciencia. La segunda situación, en cambio, es esa en la que el hombre, después de haber quebrantado el mandamiento del Creador por sugestión del espíritu maligno simbolizado en la serpiente, se halla, en cierto modo, dentro del conocimiento del bien y del mal. Esta segunda situación determina el estado pecaminoso del hombre, contrapuesto al estado de inocencia primitiva.

Aunque el texto yahvista sea muy conciso en su conjunto, basta sin embargo para diferenciar y contraponer con claridad esas dos situaciones originarias. Hablamos aquí de situaciones, teniendo ante los ojos el relato que es una descripción de acontecimientos. No obstante, a través de esta descripción y de todos sus pormenores, surge la diferencia esencial entre el estado pecaminoso del hombre y el de su inocencia original (3). La teología sistemática entreverá en estas dos situaciones antitéticas dos estados diversos de la naturaleza humana: status naturæ integræ (estado de naturaleza íntegra) y status naturæ lapsæ (estada de naturaleza caída). Todo esto brota de ese texto «yahvista» del Gén 2 y 3, que encierra en sí la palabra más antigua de la revelación, y evidentemente tiene un significado fundamental para la teología del hombre y para la teología del cuerpo.

Cuando Cristo, refiriéndose al «principio», lleva a sus interlocutores a las palabras del Gén 2, 24, les ordena, en cierto sentido, sobrepasar el límite que, en el texto yahvista del Génesis, hay entre la primera y la segunda situación del hombre. No aprueba lo que «por dureza del... corazón» permitió Moisés, y se remite a las palabras de la primera disposición divina, que en este texto está expresamente ligada al estado de inocencia original del hombre. Esto significa que esta disposición no ha perdido su vigencia, aunque el hombre haya perdido la inocencia primitiva. La respuesta de Cristo es decisiva y sin equívocos. Por eso debemos sacar de ella las conclusiones normativas, que tienen un significado esencial no sólo para la ética, sino sobre todo para la teología del hombre y para la teología del cuerpo, que, como un punto particular de la antropología teológica, se establece sobre el fundamento de la palabra de Dios que se revela. Trataremos de sacar estas conclusiones en el próximo encuentro.

miércoles, 18 de enero de 2012

AL PRINCIPIO

Primer relato de la creación del hombre
(12-IX-79/16-IX-79)

En el capítulo precedente comenzamos el ciclo de reflexiones sobre la respuesta que Cristo Señor dio a sus interlocutores acerca de la pregunta sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio. Los interlocutores fariseos, como recordamos, apelaron a la ley de Moisés; Cristo, en cambio, se remitió al «principio», citando las palabras del libro del Génesis.

El «principio», en este caso, se refiere a lo que trata una de las primeras páginas del libro del Génesis. Si queremos hacer un análisis de esta realidad, debemos sin duda dirigirnos, ante todo al texto. Efectivamente, las palabras pronunciadas por Cristo en la conversación con los fariseos, que nos relatan el capítulo 19 de San Mateo y el 10 de San Marcos, constituyen un pasaje que a su vez se encuadra en un contexto bien definido, sin el cual no pueden ser entendidas ni interpretadas justamente. Este contexto lo ofrecen las palabras: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra...?» (Mt 19, 4), y hace referencia al llamado primer relato de la creación del hombre inserto en el ciclo de los siete días de la creación del mundo (Gén 1, 1-2, 4). En cambio el contexto más próximo a las otras palabras de Cristo, tomadas del Génesis 2, 24, es el llamado segundo relato de la creación del hombre (Gén 2, 5-25), pero indirectamente es todo el capítulo tercero del Génesis. El segundo relato de la creación del hombre forma una unidad conceptual y estilística con la descripción de la inocencia original, de la felicidad del hombre e incluso de su primera caída. Dado lo específico del contenido expresado en las palabras de Cristo, tomadas primera frase del capítulo cuarto del Génesis, que trata de la concepción y nacimiento del hombre de padres terrenos. Así intentamos hacerlo en el presente análisis.

Desde el punto de vista de la crítica bíblica, es necesario recordar inmediatamente que el primer relato de la creación del hombre es cronológicamente posterior al segundo. El origen de este último es mucho más remoto. Este texto más antiguo se define como «yahvista» porque para nombrar a Dios se sirve del término «Yahvé». Es difícil no quedar impresionados por el hecho de que la imagen de Dios que presenta tiene rasgos antropomórficos bastante relevantes (efectivamente, entre otras cosas, leemos allí que «formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida»; Gén 2, 7). Respecto a esta descripción, el primer relato, es decir, precisamente el considerado cronológicamente más reciente, es mucho más maduro, tanto por lo que se refiere a la imagen de Dios, como por la formulación de las verdades esenciales sobre el hombre. Este relato proviene de la tradición sacerdotal y al mismo tiempo «elohista» de «Elohim», término que emplea para nombrar a Dios.

Dado que en esta narración la creación del hombre como varón y hembra, a la que se refiere Jesús en su respuesta según Mt 19, está incluida en el ritmo de los siete días de la creación del mundo, se le podría atribuir sobre todo un carácter cosmológico; el hombre es creado sobre la tierra y al mismo tiempo que el mundo visible. Pero, a la vez, el Creador le ordena subyugar y dominar la tierra (cf. Gén 1, 28): está colocado, pues, por encima del mundo. Aunque el hombre esté tan estrechamente unido al mundo visible, sin embargo, la narración bíblica no habla de su semejanza con el resto de las criaturas, sino solamente con Dios («Dios creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó...»; Gén 1, 27). En el ciclo de los siete días de la creación es evidente una gradación precisa (1); en cambio, el hombre no es creado según una sucesión natural, sino que el Creador parece detenerse antes de llamarlo a la existencia, como si volviese a entrar en sí mismo para tomar una decisión: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza...» (Gén 1, 26).

El nivel de ese primer relato de la creación del hombre, aunque cronológicamente posterior, es, sobre todo, de carácter teológico. De esto es índice especialmente la definición del hombre sobre la base de su relación con Dios («a imagen de Dios lo creó»), que incluye al mismo tiempo la afirmación de la imposibilidad absoluta de reducir el hombre al «mundo». Ya a la luz de las primeras frases de la Biblia, el hombre no puede ser ni comprendido ni explicado hasta el fondo con las categorías sacadas del «mundo», es decir, el conjunto visible de los cuerpos. A pesar de esto también él hombre es cuerpo. El Génesis 1, 27 constata que esta verdad esencial acerca del hombre se refiere tanto al varón como a la hembra: «Dios creó al hombre a su imagen..., varón y hembra los creó» (2). Es necesario reconocer que el primer relato es conciso, libre de cualquier huella de subjetivismo: contiene sólo el hecho objetivo y define la realidad objetiva, tanto cuando habla de la creación del hombre, varón y hembra, a imagen de Dios, como cuando añade poco después las palabras de la primera bendición: «Y los bendijo Dios, diciéndoles: Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad» (Gén 1, 28).

El primer relato de la creación del hombre, que, como hemos constatado, es de índole teológica, esconde en sí una potente carga metafísica. No se olvide que precisamente este texto del libro del Génesis se ha convertido en la fuente de las más profundas inspiraciones para los pensadores que han intentado comprender el «ser» y el «existir». (Quizá sólo el capítulo tercero del libro del Exodo pueda resistir la comparación con este texto) (3). A pesar de algunas expresiones pormenorizadas y plásticas del paisaje, el hombre está definido allí, ante todo, en las dimensiones del ser y del existir («esse»). Está definido de modo más metafísico que físico. Al misterio de su creación («a imagen de Dios lo creó») corresponde la perspectiva de la procreación («procread y multiplicaos, y henchid la tierra»), de ese devenir en el mundo y en el tiempo, de ese «fieri» que está necesariamente unido a la situación metafísica de la creación: del ser contingente (contingens). Precisamente en este contexto metafísico de la descripción del Génesis 1, es necesario entender la entidad del bien, esto es, el aspecto del valor. Efectivamente, este aspecto vuelve en el ritmo de casi todos los días de la creación y alcanza el culmen después de la creación del hombre: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). Por lo que se puede decir con certeza que el primer capítulo del Génesis ha formado un punto indiscutible de referencia y la base sólida para una metafísica e incluso para una antropología y una ética, según la cual «ens et bonum convertuntur». Sin duda, todo esto tiene su significado también para la teología y sobre todo para la teología del cuerpo.

Al llegar aquí, interrumpimos nuestras consideraciones. En el próximo capítulo nos ocuparemos del segundo relato de la creación, es decir, del que, según los escrituristas, es más antiguo cronológicamente. La expresión «teología del cuerpo» que acabo de usar, merece una explicación más exacta, pero la aplazamos para otro encuentro. Antes debemos tratar de profundizar en ese pasaje del libro del Génesis, al que Cristo se remitió.