sábado, 31 de diciembre de 2011

NO TE DEJES VENCER POR EL MAL, VENCE AL MAL CON EL BIEN.

Para celebrar esta fiesta de Año Nuevo, comparto con ustedes este mensaje de paz del Beato Juan Pablo II

1. Al comienzo del nuevo año, dirijo una vez más la palabra a los responsables de las Naciones y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, sabedores de lo necesario que es construir la paz en el mundo. He elegido como tema para la Jornada Mundial de la Paz 2005 la exhortación de san Pablo en la Carta a los Romanos: « No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien » (12,21). No se supera el mal con el mal. En efecto, quien obra así, en vez de vencer al mal, se deja vencer por el mal.

La perspectiva indicada por el gran Apóstol subraya una verdad de fondo: la paz es el resultado de una larga y dura batalla, que se gana cuando el bien derrota al mal. Ante el dramático panorama de los violentos enfrentamientos fratricidas que se dan en varias partes del mundo, ante los sufrimientos indecibles e injusticias que producen, la única opción realmente constructiva es detestar el mal con horror y adherirse al bien (cf. Rm 12,9), como sugiere también san Pablo.

La paz es un bien que se promueve con el bien: es un bien para las personas, las familias, las Naciones de la tierra y para toda la humanidad; pero es un bien que se ha de custodiar y fomentar mediante iniciativas y obras buenas. Se comprende así la gran verdad de otra máxima de Pablo: « Sin devolver a nadie mal por mal » (Rm 12,17). El único modo para salir del círculo vicioso del mal por el mal es seguir la exhortación del Apóstol: « No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien » (Rm 12,21).

El mal, el bien y el amor

2. La humanidad ha tenido desde sus orígenes la trágica experiencia del mal y ha tratado de descubrir sus raíces y explicar sus causas. El mal no es una fuerza anónima que actúa en el mundo por mecanismos deterministas e impersonales. El mal pasa por la libertad humana. Precisamente esta facultad, que distingue al hombre de los otros seres vivientes de la tierra, está siempre en el centro del drama del mal y lo acompaña. El mal tiene siempre un rostro y un nombre: el rostro y el nombre de los hombres y mujeres que libremente lo eligen. La Sagrada Escritura enseña que en los comienzos de la historia, Adán y Eva se rebelaron contra Dios y Caín mató a su hermano Abel (cf. Gn 3-4). Fueron las primeras decisiones equivocadas, a las que siguieron otras innumerables a lo largo de los siglos. Cada una de ellas conlleva una connotación moral esencial, que implica responsabilidades concretas para el sujeto que las toma e incide en las relaciones fundamentales de la persona con Dios, con los demás y con la creación.

Al buscar los aspectos más profundos, se descubre que el mal, en definitiva, es un trágico huir de las exigencias del amor.[1] El bien moral, por el contrario, nace del amor, se manifiesta como amor y se orienta al amor. Esto es muy claro para el cristiano, consciente de que la participación en el único Cuerpo místico de Cristo instaura una relación particular no sólo con el Señor, sino también con los hermanos. La lógica del amor cristiano, que en el Evangelio es como el corazón palpitante del bien moral, llevado a sus últimas consecuencias, llega hasta el amor por los enemigos: « Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber » (Rm 12,20).

La « gramática » de la ley moral universal

3. Al contemplar la situación actual del mundo no se puede ignorar la impresionante proliferación de múltiples manifestaciones sociales y políticas del mal: desde el desorden social a la anarquía y a la guerra, desde la injusticia a la violencia y a la supresión del otro. Para orientar el propio camino frente a la opuesta atracción del bien y del mal, la familia humana necesita urgentemente tener en cuenta el patrimonio común de valores morales recibidos como don de Dios. Por eso, a cuantos están decididos a vencer al mal con el bien san Pablo los invita a fomentar actitudes nobles y desinteresadas de generosidad y de paz (cf. Rm 12,17-21).

Hace ya diez años, hablando a la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la tarea común al servicio de la paz, hice referencia a la « gramática » de la ley moral universal,[2] recordada por la Iglesia en sus numerosos pronunciamientos sobre esta materia. Dicha ley une a los hombres entre sí inspirando valores y principios comunes, si bien en la diversidad de culturas, y es inmutable: « subsiste bajo el flujo de las ideas y costumbres y sostiene su progreso [...]. Incluso cuando se llega a renegar de sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades ».[3]

4. Esta común gramática de la ley moral exige un compromiso constante y responsable para que se respete y promueva la vida de las personas y los pueblos. A su luz no se puede dejar de reprobar con vigor los males de carácter social y político que afligen al mundo, sobre todo los provocados por los brotes de violencia. En este contexto, ¿cómo no pensar en el querido Continente africano donde persisten conflictos que han provocado y siguen provocando millones de víctimas? ¿Cómo no recordar la peligrosa situación de Palestina, la tierra de Jesús, donde no se consigue asegurar, en la verdad y en la justicia, las vías de la mutua comprensión, truncadas a causa de un conflicto alimentado cada día de manera preocupante por atentados y venganzas? Y, ¿qué decir del trágico fenómeno de la violencia terrorista que parece conducir al mundo entero hacia un futuro de miedo y angustia? En fin, ¿cómo no constatar con amargura que el drama iraquí se extiende por desgracia a situaciones de incertidumbre e inseguridad para todos?

Para conseguir el bien de la paz es preciso afirmar con lúcida convicción que la violencia es un mal inaceptable y que nunca soluciona los problemas. « La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano ».[4] Por tanto, es indispensable promover una gran obra educativa de las conciencias, que forme a todos en el bien, especialmente a las nuevas generaciones, abriéndoles al horizonte del humanismo integral y solidario que la Iglesia indica y desea. Sobre esta base es posible dar vida a un orden social, económico y político que tenga en cuenta la dignidad, la libertad y los derechos fundamentales de cada persona.



El bien de la paz y el bien común

5. Para promover la paz, venciendo al mal con el bien, hay que tener muy en cuenta el bien común[5] y sus consecuencias sociales y políticas. En efecto, cuando se promueve el bien común en todas sus dimensiones, se promueve la paz. ¿Acaso puede realizarse plenamente la persona prescindiendo de su naturaleza social, es decir, de su ser « con » y « para » los otros? El bien común le concierne muy directamente. Concierne a todas las formas en que se realiza su carácter social: la familia, los grupos, las asociaciones, las ciudades, las regiones, los Estados, las comunidades de pueblos y de Naciones. De alguna manera, todos están implicados en el trabajo por el bien común, en la búsqueda constante del bien ajeno como si fuera el propio. Dicha responsabilidad compete particularmente a la autoridad política, a cada una en su nivel, porque está llamada a crear el conjunto de condiciones sociales que consientan y favorezcan en los hombres y mujeres el desarrollo integral de sus personas.[6]

El bien común exige, por tanto, respeto y promoción de la persona y de sus derechos fundamentales, así como el respeto y promoción de los derechos de las Naciones en una perspectiva universal. Como dice el Concilio Vaticano II: « De la interdependencia cada vez más estrecha y extendida paulatinamente a todo el mundo se sigue que el bien común [...] se hace hoy cada vez más universal y por ello implica derechos y deberes que se refieren a todo el género humano. Por lo tanto, todo grupo debe tener en cuenta las necesidades y aspiraciones legítimas de los demás grupos; más aún, debe tener en cuenta el bien común de toda la familia humana ».[7] El bien de la humanidad entera, incluso el de las futuras generaciones, exige una verdadera cooperación internacional, con las aportaciones de cada Nación.[8]

Sin embargo, las concepciones claramente restrictivas de la realidad humana transforman el bien común en un simple bienestar socioeconómico, carente de toda referencia trascendente y vacío de su más profunda razón de ser. El bien común, en cambio, tiene también una dimensión trascendente, porque Dios es el fin último de sus criaturas.[9] Además, los cristianos saben que Jesús ha iluminado plenamente la realización del verdadero bien común de la humanidad. Ésta camina hacia Cristo y en Él culmina la historia: gracias a Él, a través de Él y por Él, toda realidad humana puede llegar a su perfeccionamiento pleno en Dios.

El bien de la paz
y el uso de los bienes de la tierra

6. Dado que el bien de la paz está unido estrechamente al desarrollo de todos los pueblos, es indispensable tener en cuenta las implicaciones éticas del uso de los bienes de la tierra. El Concilio Vaticano II ha recordado que « Dios ha destinado la tierra y todo cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos, de modo que los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la guía de la justicia y el acompañamiento de la caridad ».[10]

La pertenencia a la familia humana otorga a cada persona una especie de ciudadanía mundial, haciéndola titular de derechos y deberes, dado que los hombres están unidos por un origen y supremo destino comunes. Basta que un niño sea concebido para que sea titular de derechos, merezca atención y cuidados, y que alguien deba proveer a ello. La condena del racismo, la tutela de las minorías, la asistencia a los prófugos y refugiados, la movilización de la solidaridad internacional para todos los necesitados, no son sino aplicaciones coherentes del principio de la ciudadanía mundial.

7. El bien de la paz se ha de considerar hoy en estrecha relación con los nuevos bienes provenientes del conocimiento científico y del progreso tecnológico. También éstos, aplicando el principio del destino universal de los bienes de la tierra, deben ser puestos al servicio de las necesidades primarias del hombre. Con iniciativas apropiadas de ámbito internacional se puede realizar el principio del destino universal de los bienes, asegurando a todos —individuos y Naciones— las condiciones básicas para participar en el desarrollo. Esto es posible si se prescinde de las barreras y los monopolios que dejan al margen a tantos pueblos.[11]

Además, se garantizará mejor el bien de la paz si la comunidad internacional se hace cargo, con mayor sentido de responsabilidad, de los comúnmente llamados bienes públicos. Se trata de aquellos bienes de los que todos los ciudadanos gozan automáticamente, aun sin haber hecho una opción precisa por ellos. Es lo que ocurre, por ejemplo, en el ámbito nacional, con bienes como el sistema judicial, la defensa y la red de carreteras o ferrocarriles. En el mundo de hoy, tan afectado por el fenómeno de la globalización, son cada vez más numerosos los bienes públicos que tienen un carácter global y, consecuentemente, aumentan también de día en día los intereses comunes. Baste pensar en la lucha contra la pobreza, la búsqueda de la paz y la seguridad, la preocupación por los cambios climáticos, el control de la difusión de las enfermedades. La comunidad internacional tiene que responder a estos intereses con un red cada vez más amplia de acuerdos jurídicos que reglamenten el uso de los bienes públicos, inspirándose en los principios universales de la equidad y la solidaridad.

8. El principio del destino universal de los bienes permite, además, afrontar adecuadamente el desafío de la pobreza, sobre todo teniendo en cuenta las condiciones de miseria en que viven aún más de mil millones de seres humanos. La comunidad internacional se ha puesto como objetivo prioritario, al principio del nuevo milenio, reducir a la mitad el número de dichas personas antes de terminar el año 2015. La Iglesia apoya y anima este compromiso e invita a los creyentes en Cristo a manifestar, de modo concreto y en todos los ámbitos, un amor preferencial por los pobres.[12]

El drama de la pobreza está en estrecha conexión con el problema de la deuda externa de los Países pobres. A pesar de los logros significativos conseguidos hasta ahora, la cuestión no ha encontrado todavía una solución adecuada. Han pasado quince años desde que llamé la atención de la opinión pública sobre el hecho de que la deuda externa de los Países pobres está « conectada con un gran número de otros temas, como el de las inversiones en el extranjero, el trabajo equitativo de las principales instituciones internacionales, el precio de las materias primas, etc. ».[13] Las recientes medidas para reducir las deudas, que han tenido más en cuenta las exigencias de los pobres, han mejorado sin duda la calidad del crecimiento económico. No obstante, por una serie de factores, dicho crecimiento resulta todavía insuficiente cuantitativamente, especialmente para alcanzar los objetivos propuestos al inicio del milenio. Los Países pobres se encuentran aún en un círculo vicioso: las rentas bajas y el crecimiento lento limitan el ahorro y, a su vez, las reducidas inversiones y el uso ineficaz del ahorro no favorecen el crecimiento.

9. Como afirmó el Papa Pablo VI, y como yo mismo he recordado, el único remedio verdaderamente eficaz para permitir a los Estados afrontar la dramática cuestión de la pobreza es dotarles de los recursos necesarios mediante financiaciones externas —públicas y privadas—, otorgadas en condiciones accesibles, en el marco de las relaciones comerciales internacionales, reguladas de manera equitativa.[14] Es, pues, necesaria una movilización moral y económica, que respete los acuerdos tomados en favor de los Países pobres, por un lado, y por otro dispuesta también a revisar dichos acuerdos cuando la experiencia demuestre que son demasiado gravosos para ciertos países. En esta perspectiva, es deseable y necesario dar un nuevo impulso a la ayuda pública para el desarrollo y, no obstante las dificultades que puedan presentarse, estudiar las propuestas de nuevas formas de financiación para el desarrollo.[15] Algunos gobiernos están considerando atentamente medidas esperanzadoras en este sentido, iniciativas significativas que se han de llevar adelante de modo multilateral y respetando el principio de subsidiaridad. Es necesario también controlar que la gestión de los recursos económicos destinados al desarrollo de los Países pobres siga criterios escrupulosos de buena administración, tanto por parte de los donantes como de los destinatarios. La Iglesia alienta estos esfuerzos y ofrece su contribución. Baste citar, por ejemplo, la valiosa aportación que dan las numerosas agencias católicas de ayuda y de desarrollo.

10. Al finalizar el Gran Jubileo del año 2000, en la Carta apostólica Novo millennio ineunte he señalado la urgencia de una nueva imaginación de la caridad [16] para difundir en el mundo el Evangelio de la esperanza. Eso se hace evidente sobre todo cuando se abordan los muchos y delicados problemas que obstaculizan el desarrollo del Continente africano: piénsese en los numerosos conflictos armados, en las enfermedades pandémicas, más peligrosas aún por las condiciones de miseria, en la inestabilidad política unida a una difusa inseguridad social. Son realidades dramáticas que reclaman un camino radicalmente nuevo para África: es necesario dar vida a nuevas formas de solidaridad, bilaterales y multilaterales, con un mayor compromiso por parte de todos y tomando plena conciencia de que el bien de los pueblos africanos representa una condición indispensable para lograr el bien común universal.

Es de desear que los pueblos africanos asuman como protagonistas su propia suerte y el propio desarrollo cultural, civil, social y económico. Que África deje de ser sólo objeto de asistencia, para ser sujeto responsable de un modo de compartir real y productivo. Para alcanzar tales objetivos es necesaria una nueva cultura política, especialmente en el ámbito de la cooperación internacional. Quisiera recordar una vez más que el incumplimiento de las reiteradas promesas relativas a la ayuda pública para el desarrollo y la cuestión abierta aún de la pesada carga de la deuda internacional de los Países africanos y la carencia de una consideración especial con ellos en las relaciones comerciales internacionales, son graves obstáculos para la paz, y por tanto deben ser afrontados y superados con urgencia. Para lograr la paz en el mundo es determinante y decisivo, hoy más que nunca, tomar conciencia de la interdependencia entre Países ricos y pobres, por lo que « el desarrollo o se convierte en un hecho común a todas las partes del mundo, o sufre un proceso de retroceso aún en las zonas marcadas por un constante progreso ».[17]

Universalidad del mal y esperanza cristiana

11. Ante tantos dramas como afligen al mundo, los cristianos confiesan con humilde confianza que sólo Dios da al hombre y a los pueblos la posibilidad de superar el mal para alcanzar el bien. Con su muerte y resurrección, Cristo nos ha redimido y rescatado pagando « un precio muy alto » (cf. 1 Co 6,20; 7,23), obteniendo la salvación para todos. Por tanto, con su ayuda todos pueden vencer al mal con el bien.

Con la certeza de que el mal no prevalecerá, el cristiano cultiva una esperanza indómita que lo ayuda a promover la justicia y la paz. A pesar de los pecados personales y sociales que condicionan la actuación humana, la esperanza da siempre nuevo impulso al compromiso por la justicia y la paz, junto con una firme confianza en la posibilidad de construir un mundo mejor.

Si es cierto que existe y actúa en el mundo el « misterio de la impiedad » (2 Ts 2,7), no se debe olvidar que el hombre redimido tiene energías suficientes para afrontarlo. Creado a imagen de Dios y redimido por Cristo que « se ha unido, en cierto modo, con todo hombre »,[18] éste puede cooperar activamente a que triunfe el bien. La acción del « espíritu del Señor llena la tierra » (Sb 1,7). Los cristianos, especialmente los fieles laicos, « no pueden esconder esta esperanza simplemente dentro de sí. Tienen que manifestarla incluso en las estructuras del mundo por medio de la conversión continua y de la lucha “contra los poderes de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal” (Ef 6,12) ».[19]

12. Ningún hombre, ninguna mujer de buena voluntad puede eximirse del esfuerzo en la lucha para vencer al mal con el bien. Es una lucha que se combate eficazmente sólo con las armas del amor. Cuando el bien vence al mal, reina el amor y donde reina el amor reina la paz. Es la enseñanza del Evangelio, recordada por el Concilio Vaticano II: « La ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor».[20]

Esto también es verdad en el ámbito social y político. A este respecto, el Papa León XIII escribió que quienes tienen el deber de proveer al bien de la paz en las relaciones entre los pueblos han de alimentar en sí mismos e infundir en los demás « la caridad, señora y reina de todas las virtudes».[21] Los cristianos han de ser testigos convencidos de esta verdad; han de saber mostrar con su vida que el amor es la única fuerza capaz de llevar a la perfección personal y social, el único dinamismo posible para hacer avanzar la historia hacia el bien y la paz.

En este año dedicado a la Eucaristía, los hijos de la Iglesia han de encontrar en el Sacramento supremo del amor la fuente de toda comunión: comunión con Jesús Redentor y, en Él, con todo ser humano. En virtud de la muerte y resurrección de Cristo, sacramentalmente presentes en cada Celebración eucarística, somos rescatados del mal y capacitados para hacer el bien. Gracias a la vida nueva que Él nos ha dado, podemos reconocernos como hermanos, por encima de cualquier diferencia de lengua, nacionalidad o cultura. En una palabra, por la participación en el mismo Pan y el mismo Cáliz, podemos sentirnos « familia de Dios » y al mismo tiempo contribuir de manera concreta y eficaz a la edificación de un mundo fundado en los valores de la justicia, la libertad y la paz.

Vaticano, 8 de diciembre de 2004.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Sobre la Eucaristía, Juan Pablo II dice...


A María se le pidió creer que quien concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios ». En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Sobre la Eucaristía, Juan Pablo II dice...


Hay, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Sobre la Eucaristía, Juan Pablo II dice...


En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

martes, 27 de diciembre de 2011

Sobre la Eucaristía, Juan Pablo II dice...



Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: « ¡Haced esto en conmemoración mía! », se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: « Haced lo que él os diga » .

Sobre la Eucaristía, Juan Pablo II dice...



Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Sálvanos de las guerras y de los conflictos armados


MENSAJE DE NAVIDAD DE 2003

1. «Descendit de caelis Salvator mundi. Gaudeamus!» Bajó del cielo el Salvador del mundo. ¡Alegrémonos! Este anuncio, lleno de un profundo gozo, resonó en la noche de Belén.

Hoy la Iglesia lo reitera con alegría inmutable: ¡ha nacido para nosotros el Salvador! Una ola de ternura y esperanza nos llena el ánimo, junto con una profunda necesidad de intimidad y paz.

En el pesebre contemplamos a Aquél que se despojó de la gloria divina para hacerse pobre, movido por el amor al hombre. Junto al pesebre, el árbol de Navidad con el centelleo de sus luces, nos recuerda que con el nacimiento de Jesús florece de nuevo el árbol de la vida en el desierto de la humanidad.
El pesebre y el árbol: símbolos preciosos, que transmiten a lo largo del tiempo el verdadero sentido de la Navidad.

2. Resuena en el cielo el anuncio de los ángeles: «En la ciudad de David, os ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor» (Lucas 2,11).

¡Qué asombro! Naciendo en Belén, el Hijo eterno de Dios entró en la historia de cada persona que vive sobre la faz de la tierra. Ya está presente en el mundo como único Salvador de la humanidad. Por esto nosotros le pedimos: «Salvator mundi, salva nos!».

3. Sálvanos de los grandes males que afligen a la humanidad al inicio del tercer milenio. Sálvanos de las guerras y de los conflictos armados que devastan regiones enteras del globo; sálvanos de la plaga del terrorismo y de tantas formas de violencia que torturan a personas débiles e inermes. Sálvanos del desánimo para emprender los caminos de la paz, ciertamente difíciles, pero posibles y por tanto obligados; caminos apremiantes, siempre y doquier, sobre todo en la tierra donde naciste tú, Príncipe de la Paz.

4. Y tú, María, Virgen de la espera y del cumplimiento, que conservas el secreto de la Navidad, haznos capaces de reconocer en el Niño, que estrechas en tus brazos, al Salvador anunciado, que trae a todos la esperanza y la paz. Contigo lo adoramos y decimos confiados: tenemos necesidad de ti, Redentor del hombre, que conoces las expectativas y ansias de nuestro corazón. ¡Ven y permanece con nosotros, Señor!

¡Que la alegría de tu Navidad llegue hasta los últimos confines del universo!

sábado, 24 de diciembre de 2011

Tú vienes a traernos la paz. ¡Tú eres nuestra paz!


«Puer natus est nobis, filius datus est nobis» (Isaías 9, 5).

En las palabras del profeta Isaías, proclamadas en la primera Lectura, se encierra la verdad sobre la Navidad, que esta noche revivimos juntos.

Nace un Niño. Aparentemente, uno de tantos niños del mundo. Nace un Niño en un establo de Belén. Nace, pues, en una condición de gran penuria: pobre entre los pobres.

Pero Aquél que nace es «el Hijo» por excelencia: «Filius datus est nobis». Este Niño es el Hijo de Dios, de la misma naturaleza del Padre. Anunciado por los profetas, se hizo hombre por obra del Espíritu Santo en el seno de una Virgen, María.

Cuando, dentro de poco cantemos en el Credo «... et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine et homo factus est», todos nos arrodillaremos. Meditaremos en silencio el misterio que se realiza: «Et homo factus est»! Viene a nosotros el Hijo de Dios y nosotros lo recibimos de rodillas.

2. «Y la Palabra se hizo carne» (Juan 1,14). En esta noche extraordinaria la Palabra eterna, el «Príncipe de la paz» (Isaías 9,5), nace en la mísera y fría gruta de Belén.

«No temáis, dice el ángel a los pastores, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lucas 2,11). También nosotros, como los pastores desconocidos pero afortunados, corramos para encontrar a Aquél que cambió el curso de la historia.

En la extrema pobreza de la gruta contemplamos a «niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lucas 2,12). En el recién nacido inerme y frágil, que da vagidos en los brazos de María, «ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tito 2,11). Permanezcamos en silencio y ¡adorémosle!

3. ¡Oh Niño, que has querido tener como cuna un pesebre; oh Creador del universo, que te has despojado de la gloria divina; oh Redentor nuestro, que has ofrecido tu cuerpo inerme como sacrificio para la salvación de la humanidad!

Que el fulgor de tu nacimiento ilumine la noche del mundo. Que la fuerza de tu mensaje de amor destruya las asechanzas arrogantes del maligno. Que el don de tu vida nos haga comprender cada vez más cuánto vale la vida de todo ser humano.

¡Demasiada sangre corre todavía sobre la tierra! ¡Demasiada violencia y demasiados conflictos turban la serena convivencia de las naciones!

Tú vienes a traernos la paz. ¡Tú eres nuestra paz! Sólo tú puedes hacer de nosotros «un pueblo purificado» que te pertenezca para siempre, un pueblo «dedicado a las buenas obras» (Tito 2,14).

4. «Puer natus est nobis, filius datus est nobis!». ¡Qué misterio inescrutable esconde la humildad de este Niño! Quisiéramos como tocarlo; quisiéramos abrazarlo.

Tú, María, que velas sobre tu Hijo omnipotente, danos tus ojos para contemplarlo con fe: danos tu corazón para adorarlo con amor.

En su sencillez, el Niño de Belén nos enseña a descubrir el sentido auténtico de nuestra existencia; nos enseña a «llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa» (Tt 2,12).

5. ¡Oh Noche Santa y tan esperada, que has unido a Dios y al hombre para siempre! Tú enciendes de nuevo la esperanza en nosotros. Tú nos llenas de extasiado asombro. Tú nos aseguras el triunfo del amor sobre el odio, de la vida sobre la muerte.
Por esto permanecemos absortos y rezamos.

En el silencio esplendoroso de tu Navidad, tú, Emmanuel, sigues hablándonos. Y nosotros estamos dispuestos a escucharte. Amén.

(Homilía de Juan Pablo II en Noche Buena 2004)

viernes, 16 de diciembre de 2011

Sobre la Eucaristía, Juan Pablo II dice...


Por desgracia, es de lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma litúrgica postconciliar, por un malentendido sentido de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos, que para muchos han sido causa de malestar. Una cierta reacción al « formalismo » ha llevado a algunos, especialmente en ciertas regiones, a considerar como no obligatorias las « formas » adoptadas por la gran tradición litúrgica de la Iglesia y su Magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo inconvenientes.

Por tanto, siento el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. El apóstol Pablo tuvo que dirigir duras palabras a la comunidad de Corinto a causa de faltas graves en su celebración eucarística, que llevaron a divisiones (skísmata) y a la formación de facciones (airéseis).

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Sobre la Eucaristía, Juan Pablo II dice...


Se comprende la gran responsabilidad que en la celebración eucarística tienen principalmente los sacerdotes, a quienes compete presidirla in persona Christi, dando un testimonio y un servicio de comunión, no sólo a la comunidad que participa directamente en la celebración, sino también a la Iglesia universal, a la cual la Eucaristía hace siempre referencia.

martes, 13 de diciembre de 2011

Sobre la Eucaristía, Juan Pablo II dice...


El banquete eucarístico es verdaderamente un banquete « sagrado », en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: « Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo ».

lunes, 12 de diciembre de 2011

ORACIÓN DEL BEATO JUAN PABLO II A LA VIRGEN DE GUADALUPE


"Madre Santísima de Guadalupe. Madre de Jesús,
condúcenos hacia tu Divino Hijo por el camino del Evangelio,
para que nuestra vida sea el cumplimiento generoso
de la voluntad de Dios
Condúcenos a Jesús,
que se nos manifiesta y se nos da en la Palabra revelada
y en el Pan de la Eucaristía
Danos una fe firme,
una esperanza sobrenatural
una caridad ardiente
y una fidelidad viva
a nuestra vocación de bautizados.
ayúdanos a ser agradecidos a Dios,
exigentes con nosotros mismos y llenos de amor
para con nuestros hermanos.
Amén"

Sobre la Eucaristía, Juan Pablo II dice...


Nada será bastante para expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo Divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles.

Aunque la lógica del « convite » inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta « cordialidad » con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el « banquete » sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Sobre la Eucaristía, Juan Pablo II dice...


Nada será bastante para expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles.

Aunque la lógica del « convite » inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta « cordialidad » con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el « banquete » sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Sobre la Eucaristía, Juan Pablo II dice...


Una mujer, que Juan identifica con María, hermana de Lázaro, derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos –en particular en Judas una reacción de protesta, como si este gesto fuera un « derroche » intolerable, considerando las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos –« pobres tendréis siempre con vosotros » Él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona. En los Evangelios sinópticos, el relato continúa con el encargo que Jesús da a los discípulos de preparar cuidadosamente la « sala grande », necesaria para celebrar la cena pascual, y con la narración de la institución de la Eucaristía. Dejando entrever, al menos en parte, el esquema de los ritos hebreos de la cena pascual hasta el canto del Hallel.

El relato, aún con las variantes de las diversas tradiciones, muestra de manera tan concisa como solemne las palabras pronunciadas por Cristo sobre el pan y sobre el vino, asumidos por Él como expresión concreta de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Todos estos detalles son recordados por los evangelistas a la luz de una praxis de la « fracción del pan » bien consolidada ya en la Iglesia primitiva. Pero el acontecimiento del Jueves Santo, desde la historia misma que Jesús vivió, deja ver los rasgos de una « sensibilidad » litúrgica, articulada sobre la tradición veterotestamentaria y preparada para remodelarse en la celebración cristiana, en sintonía con el nuevo contenido de la Pascua.